24.9.08

La Milagrosa

Hace ya unos días me invitaron al estreno de la película "La milagrosa". El punto más positivo fue la invitación como tal: hace rato no veía a Largacha y a su novia Natalia. Estaban bien, haciendo lo que quieren de sus vidas en apariencia y eso es satisfactorio para mí.

Luego de un rato de espera detrás de una alfombra roja, engalanada con una presentadora sobre-maquillada de Caracol, entramos a la sala VIP en el centro comercial Gran Estación. Otra presentadora, famosa, introdujo la película. Habló el señor David Melo, de la subdirección de cine del Ministerio de Cultura, quien unos meses atrás me había explicado la inutilidad de un historiador en su oficina, porque ellos (los humanistas) "enredan todo", además de que ellos necesitan es administradores.

Luego de él, habló uno de los productores (de fractal, división de la Milagrosa Producciones). No se si entendí mal, pero uno de los protagonistas, "el gomelo", es su hijo. El discurso fue políticamente incómodo: señaló la necesidad de exigir la liberación de los secuestrados (hasta ahí, todos de acuerdo) y la necesidad de apoyar la política de Seguridad Democrática de su alteza, el Presidente de la República de Colombia, Álvaro Uribe Vélez… y ese apoyo debía continuar ad infinitum, ya que después de acabar con la guerrilla, esa política acabaría con la pobreza y la miseria del país. Ese discurso lo conocemos todos y muchos seguimos escépticos porque decirlo así, sin más, sólo puede ser un sofisma de distracción y un generador de falsas expectativas. Pero esa es otra discusión.

Este sujeto introdujo al director que presentó a sus dos protagonistas hombres. Rafa Lara, mexicano, habló de su amor por Colombia y de la nacionalidad que algún día desearía recibir; también presentó al protagonista mexicano, "el mejor actor joven que tiene México. Todas las palabras que iban y venían entre los aplausos generaban una atmósfera patriotista necesaria para explotar los contenidos que el filme presentaría. En el público se encontraban The Hall Effect, el locutor de Radio City, Pirry y personas que en algún momento habían sido secuestradas y ahora están en libertad, y familiares de secuestrados. El ambiente estaba creado, la película comenzaba.

Hoy leí varios comentarios y halagos a la película. Parece que los colombianos tenemos una fijación por lo que popularmente llaman "la fotografía", que en un sentido estricto, sobresale y es estéticamente aceptable. Pero ¿podemos darnos el lujo de amar nuestras películas porque se ven bonitas las imágenes que nos presentan? Antes de entrar al teatro le dije a Largacha, que si bien el cine colombiano ha mejorado en su producción estética, el nivel argumental y las actuaciones siguen siendo muy pobres.

La idea se vio corroborada. El hijo del productor hace un papel terrible. Por alguna razón parece que ni siquiera habla español y que sólo puede balbucearlo. Las demás actuaciones son regulares, pero al menos, se nota un esfuerzo por caracterizar los personajes desde tipologías que inciden en los clichés, pero que en últimas, no desagradan del todo.

La filmación es buena. Hay tomas obstruidas muy bonitas, pero otras, son exageradamente obvias e innecesarias. Los movimientos de la cámara pueden cansar un poco, pero es una escogencia de Lara y es absolutamente respetable. La historia comienza a atraparlo a uno: su narrativa tiene cortes impredecibles, juega con flashbacks bastante interesantes y con imágenes soñadas o imaginadas que realzan los momentos detonantes en las historias de los personajes.

La película tiene un punto muy a su favor, aunque sea pobremente tratado: no dibuja a los personajes en blanco y negro y el espectador se ve obligado a intentar entender qué los motiva y por qué el conflicto colombiano funciona como lo hace, en contra de todos, de izquierda o derecha, ricos o pobres, hombres y mujeres. Eso me lleva a la creación de personajes, que es simple y parece que no supera los estigmas del cine sobre la Violencia de los años ochenta: un niño o niña maltratado en su infancia encuentra el justificativo para reproducir el conflicto años después… ¿existirá la historia de un niño cuya familia fue asesinada, cuya hermana fue violada, que en contra del pronóstico, evita ingresar a la guerrilla y al crecer, lucha de una manera no bélica por el pueblo? es solamente un pregunta. Pero eso no es lo que queremos ver en el cine ¿no? Queremos muerte y violencia y la repetición de esa historia predecible de los que fueron introducidos a la guerra en contra de su voluntad y sólo la muerte los lograría sacar de ella, como la película exhibe.

Volviendo a la narrativa: la película trata a un joven de clase alta que es secuestrado, maltratado y que sufre de Síndrome de Estocolmo. Este personaje nos muestra las diferentes facetas de la locura del cautiverio, hasta las más inhumanas, como las prisiones debajo de la tierra. Después del viaje del personaje, él es rescatado, llega a casa, llora, se afeita y yace en su cama mirando un móvil de aviones; su mirada (poco expresiva) y la canción que acompaña la toma (una bonita pero incomprensible canción para el público hispano parlante) nos indicaría que algo en él ha cambiado, pero no podemos estar seguros, el hombre vuelve a casa y ya. ¿Es esa la conclusión, que sí se puede volver? Como espectador, no entiendo el final del filme. Es un mensaje que a mi parece termina incompleto, aunque es claramente mi problema, pues el final es perfectamente colombiano: vuelve y ya. Abruma la falta de análisis del conflicto, no porque sea necesario, más bien porque parece ser la intención y ahí se queda muy corto el largometraje.

Terminando: ¿por qué Carlos Duplat insiste en un cine de violencia? Ese, creo yo, es un tema de investigación sobre el cine colombiano por el que nadie se ha interesado.