6.5.08

Fechado 10 de mayo de 2007.

Hoy encontré algo escrito hace casi un año. Hoy recobra vigencia. Lo hace de forma extraña.

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El mundo parece un lugar siniestro. No es fácil acostumbrarse a estar dubitativo cada vez que enfrentamos en nuestra cabeza, las motivaciones que tienen otras personas para actuar de la manera en que lo hacen. Algunos optan por ser radicalmente ingenuos y así, ser engañados vez tras vez; otros, más o menos sensatos prefieren ser moderados y nunca halar para ninguna parte concreta que los defina y haga predecibles. Ella era profundamente moderada y por eso, jamás fue posible saber qué pensaba, por qué hacía lo que hacía.
Esa tarde lanzo la intempestiva: “Es por eso que nunca podremos estar juntos… que tu nunca podrás estar conmigo”. Sin más decidió levantarse de la cama y mientras se desvanecía el eco de la voz amada, ella desaparecía en la puerta de salida, aquel único objeto que servía de ancla y constante en su vida. En la calle, todo transcurría con la habitual calma, sólo que ahora la tristeza atacaba a aquel hombre que la buscaba afanosamente. Esa tristeza lo dañaba en su integridad, lo llevaba a recrear ese gesto que tanto odiaba: una mueca que sin duda no reflejaba lo que sentía y por el contrario, lo hacía ver disgustado, le otorgaba un aire de grosería que alejaba de inmediato a cualquier transeúnte que quisiera saber la hora o que simplemente necesitara indicaciones para llegar a su destino.
Entonces, una calle calmada, un hombre y su mueca, unos personajes anónimos perdidos en el tiempo o el espacio… uno que otro, perdido en ambos. En su cabeza se repetían las sentencias dictadas minutos antes. Le dolía su dureza. Pensaba que de vez en cuando era necesario sentenciar la muerte de ciertos amores y si él no se encargaba de hacerlo, sin duda volverían para atormentarlo, para amarlo de nuevo y ese es un precio que no podemos pagar, pensaba. Menos sin saber por qué alguien y su accionar lo arrastraron precisamente a este lugar. Se erguía al frente de su sombra partida en los noventa grados del que camina cerca de las paredes, un edificio pequeño, de tres pisos y que sirvió siempre para que ellos se burlaran del tercer mundo en el que se ubicaban. Al hablar con extranjeros dirían “hasta hace unos años este era el edificio más grande de la ciudad”, y que “cuando lo inauguraron, todo el pueblo salió a verlo” y parados enfrente del mismo (como ahora estaba él) lo aplaudían. Por eso Cristo se sentía en la obligación de comenzar a aplaudir, sin importar la negativa de los demás transeúntes.

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Ésta nueva muerte tenía sus particularidades, todo había comenzado un par de meses atrás en una calle calmada, mirada con una mueca ya descrita.
Su trabajo consistía en examinar meticulosamente los papeles conservados en los archivos nacionales de distintos lugares del mundo, inspeccionar si eran conservados adecuadamente, cuestionar la idea de lo patrimoniable y llenar interminables cuadernos de hojas amarillas de notas con las advertencias que con su partida se harían a los altos oficiales de cada lugar, por su bien. Este trabajo le otorgaba una gran movilidad, una vida nómada que le servía de perfecta excusa –o motivo se diría para sus adentros- para no dar el paso socialmente requerido desde hace años, de planificar, organizar y establecer una familia.
Su cigarrillo no se consumía con la velocidad habitual. Ese era un signo fatídico, él lo sabía y por eso, no podía evitar perderse en el humo que jugaba demasiado cerca de su cara incomodándolo e irritando sus ojos cafés comunista.
Tomo rápidamente un papel que le recordaba una cierta semana pasada hace ya mucho. El polvo estaba ya sentado y cómodamente adaptado como un abrigo que se disuelve al tacto; el papel decía: “Siempre soñó con proezas. Aquellas que los hombres realizaban y que poseían un gran impacto en el futuro de sus semejantes. Algo en el fondo de su pecho le provocaba esos constantes sueños pasajeros, acompañantes de las largas caminatas, el humo y la inocencia. Lo aparentemente real distaba mudo de la idea de proeza. No asemejaba…” (el papel está demasiado sucio).
A las cuatro y veintisiete salía de ducharse, el papel ya había sido olvidado y el agua aún recorría su cuerpo parcialmente desnudo y acariciaba sus poros abiertos, asemejando la inercia proyectada por los árboles que temblaban a unos pocos metros, proyectados en la ventana. Como siempre el teléfono permaneció mudo y el sol que se adentraba forzosamente en la habitación, consiguió que la ropa cubriera las vergüenzas y los rencores a una velocidad sorprendente. Las reflexiones que se generaban en la ducha lo guiaban a pensar en las posibilidades que representan absolutamente todas las cosas, las decisiones, el eterno sexo, la mortal lucha y el cine mostrativo como demostrativo. Sus ideas son interrumpidas abruptamente, es el teléfono y el tono alto que ha sido cambiado por el destino como si al hacerlo le estuviera jugando una broma pesada a aquel hombre. Se asusta.
- Hola.
- Hola. –Pensé que no podría ser de otra manera y que su simple saludo bastaría para acabar con la historia misma- .
- Te espero a las seis, tú sabes llegar, chao. –Tono-.
Caminé hasta encontrarla una vez más, bajo el mismo techo de la misma casa amarilla, por cuya belleza y hermosura peleamos tantas veces. Esa casa era parte de nuestro pasado simbólico, aunque ella nunca quisiera entenderlo así. El encuentro duró poco menos de dos horas: ella estaba dispuesta a adaptarse a su vida y a acompañarlo en sus viajes. La diferencia era trascendental y no estaba relacionada con la disponibilidad del uno o del otro. Pero el resumen del encuentro podría expresarse de otra manera: intentamos excusarnos hasta el agotamiento por el ayer, expresando así un agotado interés por cómo podríamos enmendar el mañana.
En algún momento aprenderían a no amarse más y sabían que así sería, lo que costaba era aceptarlo, asimilarlo, apreciar la ausencia y la distancia que se convertiría, si no lo era ya, en lo único que los relacionaba. Pero esto no podría ser así… llevamos años intentando convencernos de olvidar y sin embargo, un tanto más de tiempo explotando la misma rutina. Aún conservo aquella charla en mi cabeza. Una parte de este recuerdo trae consigo un dolor antediluviano.